De la sal al dinero electrónico

El Gobierno, en Consejo de Ministros de 10 de septiembre de 2010, aprobó el nuevo Anteproyecto de Ley de Dinero Electrónico que se espera se tramite a nivel parlamentario en los próximos meses. Pero, antes de entrar en lo que ello supone, ¿sabemos realmente lo que es el dinero?

billets_de_5000b“Poderoso caballero es Don Dinero”, decía Quevedo en su famosa poesía. Y es que no es ningún secreto que, para bien o para mal, el dinero es el valor fundamental de nuestra sociedad actual. Todo se valora y mide en función del mismo (incluso las propias personas).

De hecho, el dinero está tan presente en nuestra vida diaria que no nos paramos a pensar en su origen y significado real (y mucho menos en dónde está realmente).

Cuando a principios del siglo pasado le preguntaban al famoso ladrón Willie Sutton el motivo de que atracara bancos, él respondía simplemente: «porque allí es donde está el dinero».

¿Podríamos hoy decir lo mismo? ¿Está realmente el dinero en los bancos? Pues lo cierto es que cada vez menos, como veremos.

Y es que el dinero ha sufrido un imparable proceso de desmaterialización desde que el mundo es mundo.

Por supuesto, hubo un tiempo en que el mero concepto de dinero no existía: las personas intercambiaban bienes o servicios directamente entre sí a través del llamado trueque (sistema, por cierto, que está resucitando en Internet), pero pronto se empezaron a utilizar materiales u objetos, de amplio uso y aceptación, como bienes intermedios en las transacciones. Dichos elementos se convirtieron, de facto, en el primer dinero de la historia. Fue el caso, por ejemplo, de la sal que fue utilizada incluso en el Imperio Romano como medio de pago a sus soldados (de ahí el término de “salario”).

Luego el dinero se depositó en metales preciosos como la plata o el oro, mucho más manejables e imperecederos, que pronto se acuñarían en forma de monedas para “certificar” su pureza y valor por parte de una “autoridad de confianza” (el rey, el emperador, etc.).

Más tarde, y debido a que los metales preciosos y las monedas pesaban mucho y costaba transportarlos y protegerlos, se empezaron a “depositar” en lugares de “confianza” (los primeros bancos) los cuales emitían un “recibo” o “certificado” en papel a favor del depositante por el valor indicado que confería el derecho a su titular a retirar dichos fondos. Estos “recibos”, mucho más fáciles de transportar, se empezaron a aceptar por sí mismos como medio de pago y constituyeron los primeros billetes.

Por tanto, el dinero pasó de la sal al metal y de éste al papel. Pero, claro está, no un papel cualquiera sino uno “emitido” y “rubricado” por una entidad de confianza. Pronto, se atribuyó la exclusiva al Estado para hacerlo, constituyendo los primeros “billetes de curso legal” que nos llegan hasta nuestros días.

bancozettel_1806Por supuesto, hoy en día gozamos de medios de pago mucho más sofisticados como lo son las tarjetas de crédito o de débito. Dichas tarjetas nos permiten pagar bienes o servicios, sin la incomodidad (e inseguridad) de llevar billetes y monedas encima, así como hacerlo a distancia a través de Internet (y con una seguridad muy superior a la que inicialmente estimamos).

Pero lo cierto es que, a pesar de ser denominadas como “dinero de plástico”, no son realmente “dinero” en el sentido legal del término.

Por tanto, el verdadero salto evolutivo del concepto de dinero desde el papel no se ha producido hasta la aparición del mencionado “dinero electrónico”.

Aunque el mismo ya estaba regulado y reconocido en nuestra legislación nacional y europea, lo cierto es que su aplicación real ha sido más bien anecdótica en Europa, en parte debido a su complejidad y gran nivel de exigencia para las entidades de dinero electrónico.

Ello motivó la adopción de una nueva normativa europea plasmada en la Directiva 2009/110/CE, de 16 de septiembre de 2009, sobre el acceso a la actividad de las entidades de dinero electrónico y su ejercicio, así como sobre la supervisión prudencial de dichas entidades. Dicha Directiva es, precisamente, la que ha motivado la elaboración en nuestro país del Anteproyecto de Ley de Dinero Electrónico anteriormente mencionado.

Antes de definir propiamente lo que se entiende por “dinero electrónico”, la Directiva nos da varias pistas clave en su exposición de motivos:

1º- No es la tarjeta del bus:

“La presente Directiva no debe aplicarse al valor monetario almacenado en instrumentos prepagados específicos, diseñados para satisfacer necesidades precisas y cuyo uso esté limitado”

2º- No es el pago mediante el teléfono móvil:

“Conviene igualmente que la presente Directiva no se aplique al valor monetario utilizado para la adquisición de bienes o servicios digitales, cuando, por la propia naturaleza del bien o el servicio (…) En este régimen un abonado a una red de telefónica móvil o a cualquier otra red digital paga directamente al operador de la red y no existe ni una relación directa de pago ni una relación directa deudor-acreedor entre el abonado a la red y cualquier otro proveedor tercero de bienes o servicios suministrados en el marco de la transacción”

3º- Debe ser independiente de cualquier tecnología concreta (neutralidad tecnológica):

“Resulta adecuado introducir una definición clara de dinero electrónico para que este concepto sea técnicamente neutro.”

4º- Debe ser independiente de su soporte (ya sea en un chip o en la nube):

“La definición de dinero electrónico ha de extenderse al dinero electrónico tanto si está contenido en un dispositivo de pago en poder del titular del dinero electrónico o almacenado a distancia en un servidor y gestionado por el titular del dinero electrónico mediante una cuenta específica para el dinero electrónico”

5º- Debe ser convertible en dinero físico:

“Es necesario que el dinero electrónico pueda reembolsarse, a fin de mantener la confianza del titular del dinero electrónico.”

¿Qué es, pues, el “dinero electrónico”?

Al hilo de lo comentado, el artículo 2.2) de la Directiva lo define como:

“todo valor monetario almacenado por medios electrónicos o magnéticos que representa un crédito sobre el emisor, se emite al recibo de fondos con el propósito de efectuar operaciones de pago (…) y que es aceptado por una persona física o jurídica distinta del emisor de dinero electrónico”.

¿No nos suena a algo esta definición? ¡Pues sí! Eso es porque se parece enormemente al supuesto que comentábamos al hablar del origen de los primeros billetes emitidos por los bancos:

  1. Es un “valor monetario” (es decir, dinero en sí mismo como los billetes y no un mero “apunte contable”, como en el caso de las tarjetas de débito o crédito);
  2. Almacenado por “medios electrónicos o magnéticos”, como antes lo era en soporte papel;
  3. Que representa un “crédito sobre el emisor”, es decir, es un “recibo” que puede ser usado para exigir un reembolso al emisor;
  4. Se emite “al recibo de fondos”, esto es, cuando se deposita un contravalor (como lo era el metal precioso a los primeros bancos);
  5. Con el propósito de efectuar “operaciones de pago”: su finalidad de emisión es para poder pagar bienes o servicios con él, y de modo más cómodo, tal y como se usaban los primeros “recibos de depósito” o billetes en papel;
  6. Y que es aceptado por “sujetos distintos del propio emisor” del dinero electrónico: es decir, es reconocido como dinero por terceros y no sólo por su creador, como lo eran igualmente los billetes en papel al usarse en las transacciones comerciales ajenas.

Obviamente, para que todo el sistema dinerario en general se sostenga, es esencial la confianza (una palabra harto repetida a lo largo de este artículo y no por casualidad…). Si no confiáramos en que un billete de veinte euros vale lo que dice en su membrete todo el sistema se vendría abajo.

Dicha confianza, por tanto, la debemos de trasladar ahora al “dinero electrónico” (con el hándicap, además, de que no lo “vemos” ni “tocamos”).

Pues bien, ¿cómo lo hacemos?

Muy sencillo: garantizando su pleno “reembolso” en el dinero del que nos fiamos. Con los primeros billetes, era su equivalente en metal precioso (oro o plata) que siempre se podía demandar al banco emisor (hasta hace unos años, ante el propio Banco de España). Al principio, lo hacía alguna gente pero pronto se dejó de hacer. ¿Cuándo? Pues cuando la gente ya se “fiaba” del valor intrínseco del billete. (luego, incluso se abandonó el sistema del llamado “patrón oro”).

La Directiva, por tanto, garantiza esto mismo respecto al dinero electrónico en relación al dinero “tradicional” al disponer, en su artículo 11.2 lo siguiente:

“Los Estados miembros velarán porque los emisores de dinero electrónico reembolsen al titular del mismo, cuando este así lo solicite, en todo momento y por su valor nominal, el valor monetario del dinero electrónico de que disponga.”

La ventaja de esta nueva normativa es que, además y tal y como hacían los primeros bancos emisores de billetes, cualquier entidad que cumpla los requisitos de la misma y sea autorizada puede emitir, por sí misma, dinero electrónico. Estos requisitos, además, se simplifican y suavizan enormemente respecto a la normativa anterior y no es necesario tener la condición de entidad financiera o bancaria para ello, en absoluto.

¿Llegaremos a confiar tanto en el dinero electrónico como hoy confiamos en el físico? El tiempo lo dirá. Las bases se están fraguando, pero ¿acaso no nos fiamos hoy de un mero extracto numérico que nos da el banco para creer que efectivamente tenemos el dinero que nos indican en un mero papel ordinario o en una mera pantalla de ordenador?

Creo que el salto de fe en este caso, es mucho menor.